Con el presente artículo Juan F. Mejia-Giraldo, Doctorado en la Universidad Pontificia Bolivariana, expone sobre la sensación o ilusión virtual de poder del consumidor actual y la reputación de las marcas.

La investigación se centra en Colombia donde las modernas sociedades del conocimiento parecen surgir, un sentimiento de cambio en relación con el equilibrio institucional y la sociedad civil. Dicho sentimiento se suma a una sensación de mayor poder por parte de los consumidores en relación con las marcas, el cual se ha venido exaltando en diversos espacios de discusión y se ha fundamentado a partir de los casos suscitados en las plataformas virtuales.

Precisamente, tal vez el efecto más temido actualmente de este nuevo consumidor es en relación con la reputación de una marca: su imagen favorable o desfavorable, debido a la influencia que tienen las opiniones, amplificadas por los medios digitales, del consumidor anónimo y aislado, y que tienen eco en las comunidades descritas donde se discute su accionar. Zamagni (2013) con relación a esto plantea lo siguiente:

La reputación es un bien patrimonial, hasta el punto de que las personas pueden efectuar inversiones concretas en reputación, mientras que la confianza es una relación entre personas. Es cierto que hay muchos sustitutos imperfectos de la confianza. La reputación es uno de ellos, al igual que los seguros, el monitoreo, los incentivos y los contenciosos. Sin embargo, no deberíamos olvidar que sólo en casos especiales el miedo a que el capital reputacional sufra algún daño puede inducir a los agentes económicos a comportarse como si fueran dignos de confianza.

Las organizaciones por tanto validan su existencia más allá del fin puramente lucrativo, con base en comportamientos que traen provecho a la sociedad, para lo cual, además, elaboran códigos de ética autoimpuestos, cuyo cumplimiento o sanción por su incumplimiento asegura una imagen positiva ante sus stakeholders, lo que debe redundar en resultados económicos positivos. “Así pues, el código ético se configura como una cortapisa racional que la empresa se autoimpone. Pero si en el contexto se dan condiciones adecuadas, si hay alguna probabilidad de transgredir las normas sin costo, es decir, sin dañar la reputación, eso es lo que ocurrirá”.

Sin embargo, a pesar de esta falta de coherencia que en la práctica es más generalizada, las organizaciones han venido implementando discursos, que tienen poco sustento en las actuaciones corporativas, los cuales buscan trascender de la relación económica tradicional del mercado, conocida como intercambio de equivalentes, a una real relación entre personas, desde la lógica, también económica, de la relacionalidad, en parte para asegurar una mejor reputación y en parte debido a su mayor eficiencia y eficacia desde lo comercial. Al respecto, García (2005) plantea: Obviamente, la búsqueda de relaciones estables con los consumidores no elimina las transacciones de bienes y servicios a cambio de dinero, sino que las presupone, las busca como objetivo y procura potenciarlas. De hecho, el marketing relacional tiene como objetivo fidelizar a los mejores clientes. Para lograrlo, la empresa inicia un proceso de comunicación largo, costoso y que no siempre tiene el éxito asegurado en términos de rentabilidad.

El mercadeo adjetivado como relacional es un enfoque que pretende establecer vínculos entre organizaciones y consumidores no basados únicamente en el intercambio de equivalentes (de valor material), sino, sobre todo, basados en propósitos sociales que comparten las organizaciones con sus públicos, por lo que las marcas buscan humanizarse y que las interacciones que se dan no sean anónimas e impersonales, para lo cual han creado sistemas de gestión de relaciones con los clientes (CRM por su sigla en inglés) que simulan una relación uno a uno.

Teahan (2011) plantea que el esquema tradicional publicitario, conocido con la sigla AIDA (Awareness-conciencia-, Interés, Deseo y Acción), es reemplazado en la actualidad por el modelo ADIA, planteado por Jaffe (2010): Acknowledgmentreconocimiento-, Diálogo, Incentivos, Activación. Teahan explica ambos modelos con un embudo. En el esquema AIDA el embudo está en la posición tradicional, lo que indica que la marca busca que muchas personas la conozcan, que algunas de éstas se interesen por ella, que en unas pocas de las mismas se despierte el deseo de compra y que solo unas cuantas de las que vieron el mensaje compren el producto al final.

 

En el nuevo esquema ADIA que propone Jaffe el embudo se voltea. En este caso el proceso comunicativo de reconocimiento de marca se da con los pocos o muchos consumidores actuales de la misma, con quienes se busca establecer en segunda instancia un diálogo genuino e incentivarlos de forma simbólica para que se activen a referir la marca, gestionando de una manera eficiente el voz a voz tradicional y buscando que sean los mismos consumidores los que validen los mensajes de la marca ante sus allegados u otros públicos de influencia.

Este esquema centra su atención en el fortalecimiento de las relaciones actuales con los consumidores de la marca, pero no descarta la captación de nuevos clientes, ya que incentivar la relación propicia la referencia.

En el modelo ADIA descrito, que evidencia una fuerte influencia del esquema promocional y comercial de los multiniveles, parece buscarse una participación activa del consumidor y un compromiso similar al que se le exige a un empleado dentro de una organización. En este caso, al no existir un contrato sino una mera relación, se espera de este consumidor una respuesta recíproca ante actos positivos de la organización hacia él y hacia la sociedad, respuesta asociada con su compromiso ante una marca, su defensa y su recomendación. Si bien la publicidad como herramienta operativa de mercadeo tendrá una intención persuasiva, ésta ya no será su finalidad directa, como tampoco lo es vender; será, más bien, una consecuencia de un fortalecimiento de las relaciones entre la marca y sus consumidores/usuarios.

Sin embargo, argumenta García (2005), el modelo relacional no aplica para todos los productos/servicios. “Un candidato a esta nueva perspectiva debe cumplir una condición básica: que al cliente le interese establecer una relación. La posición de los consumidores está cobrando un mayor protagonismo en la relación comercial”. (García, 2005: 258)

Para esto las marcas buscan establecer estas relaciones no a partir de las tradicionales promesas de valor de uso (asociadas a los productos/servicios como satisfactores), sino desde los propósitos que una marca representa y defiende, por lo cual éstas buscan asociarse con valores que no sólo generen aprobación sino también entusiasmo en los consumidores y demás stakeholders. “Ello es posible si esos valores o actitudes ocupan un lugar suficientemente importante en la experiencia subjetiva del consumidor. Una forma en que algunas compañías han buscado esta conexión es a través del marketing social”. (García, 2005: 267).

El nuevo modelo de comunicación (ADIA) basado en propósitos y con enfoque relacional, supera el modelo persuasivo (imperativo) que antaño las marcas usaron y que fue tan exitoso para un consumidor más crédulo en éstas y menos acostumbrado a sus promesas.

Al respecto Lipovetsky (2007) plantea que el objetivo del modelo actual de la publicidad, a diferencia del clásico que suponía una repetición de mensajes exaltando los beneficios funcionales o psicológicos de los productos/servicios y donde el sujeto era pasivo, es “establecer una relación de connivencia, jugar con el público, hacerle partícipe de un sistema de valores, crear una proximidad emocional o un vínculo de complicidad” (Lipovetsky, 2007: 173). Esta participación voluntaria, aunque motivada, es vista por Chul Han (2014) como un poder inteligente que se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla: “No nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias; esto es, contar nuestra vida”. (Chul Han, 2014: 29)

Esta nueva posición de los consumidores semeja un comportamiento propio de la lógica económica conocido como reciprocidad: La respuesta es importante, porque aporta uno de los beneficios de la reciprocidad: que nadie se quede en la posición de mero receptor, sino que se vuelva también sujeto activo de la relación. Los modos de reciprocidad son muchos y no es necesario que la respuesta sea homogénea o cuantitativamente comparable con la primera prestación. (Bruni y Gui, 2003: 96)

Según Crivelli (2003) la reciprocidad emerge como una norma social que condiciona el comportamiento de muchas personas y como una regla que es capaz de promover relaciones de colaboración, “con un consecuente aumento del bienestar colectivo sobre todo en situaciones en las que es impensable o imposible el recurso a un vínculo contractual”. (Crivelli, 2003: 33)

La cuestión a analizar es si dichas interacciones con los otros (públicos de interés o stakeholders) no son más que puramente instrumentales a los objetivos organizacionales, teniendo en cuenta que, para que haya una relación real de comunión entre las organizaciones y sus públicos, estas relaciones se deben basar “sobre la lógica del amor que se vuelve reciprocidad gratuita y compartida” a partir de una “lógica paradojal del dar sin pretender restitución, a lo que a menudo –de modo no casual– sigue el recibir, el perder de verdad para después reencontrar” (Bruni y Gui, 2003: 96).

Sin embargo, es evidente que en la mayoría de los casos esta búsqueda de establecer relaciones y de fomentar una participación activa de los consumidores en el proceso, se basa en un interés comercial, de corto o de largo plazo, pero siempre comercial, por lo cual Bruni (2010) afirma: “La economía mira al mundo desde la perspectiva del individuo que elige los bienes: la relación se le escapa (o es vista como un medio o un vínculo), precisamente porque el bien relacional no es una sumatoria de bienes o de relaciones individuales (¡contradicción en términos!) y el otro con el que se interactúa no es un bien ni un vínculo.”

Las organizaciones se encuentran en un proceso de humanización, y tratan con esto de establecer relaciones de valor basadas no solo en procesos de intercambio material sino también simbólico, por lo cual buscan con afán trascender del fin egoísta que tiene toda transacción.

Dicha relación es compleja de establecer por el recelo que generan estos supuestos fines no egoístas, lo que plantea la ausencia de un vínculo profundo y recíproco, condición que se fundamenta en la gratuidad: “La gratuidad puede ser definida como el saber ir más allá de una expectativa, aun razonable, de restitución, de reciprocidad”. (Bruni y Gui)

Esto se da debido a que el bienestar se vuelve subjetivo, los productos y servicios se asumen relativos en su condición de procurarlo, por lo que las marcas se ven abocadas a relacionarlos con estilos de vida hedonistas, basados en la libertad personal, donde cada individuo los articula a su propia noción de “buena vida”.

Por lo tanto, en vista de la falta de compromiso por parte de los consumidores, las marcas frenéticamente buscan establecer estas relaciones duraderas, no ya desde el consumo material sino desde el consumo simbólico. Sin embargo, la relación que se da entre las marcas y las personas no es genuinamente relacional, ya que, “si la relación no es un fin sino solamente un medio para cualquier otra cosa (hacer negocios) no podemos hablar de bienes relacionales”. (Bruni)

A la marca le interesa establecer esta relación porque de la misma se busca una recompra o alentar las referencias para que aumente la adquisición de clientes (modelo ADIA). De igual forma, si bien muchas personas tienen vínculos emocionales con las marcas, sus motivaciones en cuanto a la relación con éstas tampoco carecen de intereses, como la búsqueda de descuentos y otras recompensas similares, por lo cual la desvinculación con la marca casi nunca es traumática para la vida de las personas y la relación está más bien basada en incentivos funcionales: “se ofrece algo que tiene valor para dirigir la elección de los sujetos económicos en una dirección antes que en otra. Una relación o un esquema de incentivo –este es el punto– siempre esconde una relación de poder, aunque no parezca”. (Zamagni)

La pregunta que queda entonces es si es posible que entre las organizaciones y las personas se establezca una verdadera relación más allá de cualquier interés egoísta, el cual ha prevalecido en los últimos siglos de la historia económica humana. Esto no significa oponer la reciprocidad al intercambio de equivalentes, sino entender que la motivación de las organizaciones no debe ser únicamente su propio interés sino un real compromiso con los propósitos que declaran defender y por el que se vinculan las personas y establecen relaciones.

La condición es que pueda consolidarse dentro del mercado –y no fuera de él o en contra de él – un espacio económico formado por sujetos cuya acción se inspire en el principio de reciprocidad. Un aspecto esencial de la relación de reciprocidad es que las transferencias que genera son inseparables de las relaciones humanas. El objeto de la transacción no puede separarse de quienes la realizan. Dicho con otras palabras, en la reciprocidad el intercambio deja de ser anónimo e impersonal, como ocurre en el intercambio de equivalentes. (Zamagni)

En la actualidad se aprecia con cierto optimismo la emergencia de un nuevo tipo de consumidor: más crítico, con mayor libertad, más informado, con más capacidades de expresión, etc., gracias, en gran medida, a los medios digitales.

Este nuevo consumidor, más cerca del ideal de ciudadano, parece tener en sus manos un mayor poder, el cual puede poner en jaque a las organizaciones más tradicionales. Es por esto que ese ideal de ciudadano se diluye nuevamente ante el consumidor (hiperconsumidor, como lo llama Lipovetsky) que, en medio de una modernidad líquida, asume un rol, aunque activo, moderadamente crítico y poco permanente en el tiempo, involucrándose de manera espontánea pero igualmente efímera; de allí que su real poder,  ante las marcas y las organizaciones, radica, precisamente, en la dificultad de que asuma compromisos reales, por lo cual tanto unos como otros, en vez de emplear los otros a poderosos persuasivos, buscando estimular de manera positiva con este consumidor apático y altamente nómada, relaciones duraderas y, a lo largo, más lucrativas.

 

Perfil Juan F. Mejia-Giraldo

Doctorado en la Universidad Pontificia Bolivariana, sede Medellín, en ciencias sociales: Magister Institución Universitaria Esumer, Maestría en Mercadeo, Aplicación de un Modelo de Servicio de Consultoría Especializada en Mercadeo Educativo. Especialización en Gerencia de Mercadeo, Pregrado Comunicación Social – Periodismo y Publicidad.

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