La protección laboral ha evolucionado en los tres últimos siglos, estando ya los derechos laborales consolidados en las sociedades avanzadas. En este artículo del Centro Boliviano de Estudios Económicos CEBEC – CAINCO, se repasan las características del mercado laboral nacional que impiden su transformación para bien de la población trabajadora.
La protección laboral en perspectiva
En virtud de la primera revolución industrial que comenzó en 1784 con el uso de la máquina de vapor en el proceso productivo, la forma de organizar la producción cambió radicalmente con la extensa consolidación de la empresa, como organización y espacio físico que agrupa a empresarios y empleados. Los primeros aportan los recursos necesarios para el equipo y la maquinaria necesarias (capital), mientras que los segundos contribuyen con la utilización de esos insumos para la producción por medio de sus horas (trabajo).
La irrupción y expansión de esta forma de organizar la producción no fue serena. Con la aparición en el siglo XIX de las grandes fábricas en las principales potencias del hemisferio norte, la masa de trabajadores contribuyó con su trabajo en condiciones que hoy son consideradas como inapropiadas. Jornadas de trabajo de hasta 18 horas por día, trabajo casi todos los días del mes, uso de la fuerza de trabajo infantil y casi nula seguridad industrial.
En este contexto, surgieron como respuesta a estas condiciones las organizaciones laborales, representadas por los sindicatos. Su rol en la mejora de las condiciones laborales en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX fue destacable, puesto que en virtud de su movilización las jornadas laborales están delimitadas y son mucho menos extensas que las 18 horas mencionadas, lo cual promueve la productividad laboral; y hoy existe el consenso de que el trabajo infantil es nocivo para la formación de capital humano.
Los beneficios conseguidos por los sindicatos a nivel mundial fueron gradualmente ampliándose a otros países. Un hito en la armonización de la regulación al respecto fue la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919, que hoy se constituye en el cuerpo tripartito de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) entre los gobiernos que dictan las leyes, los empresarios que crean las firmas y arriesgan su capital y los empleados que aportan con su fuerza de trabajo.
En la fase madura del siglo XX, las condiciones laborales en los países avanzados han mejorado sustancialmente y los logros sociales ya se han asentado. Eso no ha sucedido en economías de ingreso bajo, en especial de África y algunos países de Asia, donde los derechos laborales, incluyendo el de asociación en sindicatos, están en entredicho o es prohibida.
En este contexto, el rol de los sindicatos en países industrializados ha cambiado gradualmente de la conveniente lucha por mejores condiciones de trabajo en los siglos pasados, hacia aspectos como son la negociación salarial, pero también la mejora de la productividad sectorial y global en un entorno de mayor competencia a nivel internacional.
Ese es el caso, por ejemplo, de Estados Unidos, donde los sindicatos, usualmente agrupados por sectores, negocian por lo general cada tres años los incrementos salariales de las empresas del sector, las cuales las negocian con las firmas y, si es necesario, con el gobierno. En sus discusiones toman en cuenta también cuál es la situación del sector a nivel mundial con el fin de balancear las aspiraciones laborales con las de las empresas del rubro.
De igual forma, la OIT ahora está concentrada en aspectos que tiene que ver con las necesidades laborales del siglo XXI. Una de ellas, por ejemplo, es la reducción de la brecha de género, que es relevante en un entorno de creciente participación de la mujer. Otro tema que ha entrado a la palestra pública es la regulación laboral para los migrantes, en vista de los flujos migratorios alrededor del mundo. También está en la mejora de la salud ocupacional, en especial mental, de los trabajadores. Y un tema recurrente es la mejora de las condiciones laborales, en especial de los sectores que no están regulados o agrupados, como lo es la informalidad.
Es más, el énfasis de concentrarse en el trabajo ha variado paulatinamente para concentrarse en el bienestar social en un sentido más amplio. Por ejemplo, la OIT también es conocida por el Convenio 169 de 1989 que, aprovechando la condición tripartita de la organización, reconoce los derechos de los pueblos indígenas y de las tribus. Este convenio ha sido determinante para la paulatina incorporación de derechos de tercera generación o dirigidas a pueblos, con el ánimo de resguardar sus derechos y promover oportunidades.
Una diferencia fundamental en la economía contemporánea es que el concepto de empresa es diferente al de la primera revolución industrial. Con la irrupción de la tercera revolución industrial de la computación en los setenta y la cuarta revolución industrial, centrada en el “internet de las cosas” y los sistemas ciber-físicos, la dinámica de las empresas ha cambiado.
Las empresas pequeñas hoy se constituyen en el centro de atención porque tienen una capacidad de innovación y un grado de flexibilidad mayores que las empresas grandes. De hecho, se habla de la “economía gig” o de los emprendedores libres, que arriesgan capital y trabajo. Algunos ejemplos incluyen el transporte urbano mediante Uber, el servicio de hospedaje mediante Airbnb y varios otros que se pueden hacer por intermedio de conectividad digital.
En ese sentido, todos los organismos relacionados con la actividad económica deben replantearse sus roles, en medio de cambios profundos y rápidos en la dinámica económica. De hecho, CAINCO ha cambiado en estos años su énfasis para convertirse en una asociación empresarial donde el 60% de sus asociados son micro y pequeñas empresas.
En el caso boliviano, los sindicatos se concentraron en los sectores que tenían las características de la primera revolución industrial como son el ámbito fabril o industrial y el minero, dadas las características del aparato productivo boliviano. A partir de la reforma agraria de 1953, también se incluyó la estructura sindical campesina. En su conjunto conforman con otros sectores la Central Obrera Boliviana (COB).
Una característica particular de las organizaciones sindicales bolivianas ha sido su orientación política e ideológica, con un fuerte énfasis estatista, que respondería a las diversas nacionalizaciones de las empresas desde los treinta del siglo pasado. De igual forma, fueron relevantes en la lucha por la recuperación de la democracia en el último cuarto del siglo pasado.
Sin embargo, su rol ha sido más cuestionable en la representación laboral. Así, los requerimientos salariales de las organizaciones laborales han ido más allá de lo razonable en términos de la estabilidad económica y de la sostenibilidad de las empresas.
Un precedente particular fue que, en los años de hiperinflación 1982-1985, los sindicatos fueron implícitamente cruciales para el agravamiento de la crisis y la necesidad de implementar el posterior ajuste, que desafortunadamente afectó a los sectores que se supone debía proteger con mayor énfasis la COB. Los beneficios de muy corto plazo contrapesaron la necesidad de sostenibilidad y de apoyo al aparato productivo.
En los últimos años, los planteamientos de la principal organización sindical en materia sindical y laboral han sido desproporcionados. Como veremos más adelante, incrementos salariales en torno a 20% (y la creación de la figura de la empresa social), van en contra de la racionalidad económica y social y de la seguridad jurídica para invertir.
Con una economía donde la informalidad es la regla, un entorno de automatización y digitalización y con todavía niveles importantes de exclusión, los intereses particulares de algunas organizaciones laborales nuevamente prefieren ganancias de corto plazo, en lugar de promover acuerdos y visiones para una nueva era.
En los siglos XIX y XX, el enfrentamiento entre empresa y empleados surgió de una estructura de producción y una valoración social que sólo se concentraba en la generación de utilidades para muy pocas empresas. En este siglo, la empresa tiene un matiz importante de fuente de ingresos y oportunidades para empleado y emprendedor. La lógica de confrontación no tiene cabida porque responde a una época distinta y distante.
Las (indeseadas) consecuencias del salario mínimo en Bolivia
El 16 de marzo pasado murió uno de los economistas más destacados en el ámbito laboral, Alan Krueger, quien fue también presidente del Consejo de Asesores Económicos (CEA por sus iniciales en inglés) durante la administración del presidente Barak Obama. Su desaparición causó pesar en el ámbito académico mundial.
Krueger fue famoso, entre otros aspectos, por un estudio que realizó con el académico David Card sobre el efecto del salario mínimo en Nueva Jersey y Pennsylvania, encontrando que éste no es necesariamente nocivo bajo ciertas condiciones. En ese sentido, actualmente existe en el consenso entre los economistas de que un salario mínimo no es bueno ni malo por sí mismo, sino que dependerá de las circunstancias específicas.
En el caso de la región, un estudio publicado en 2017 por Joanna Silva y Julian Messina titulado “La desigualdad salarial en América Latina”, encontró que durante el periodo de auge que inició en 2004 y finalizó en 2014, el alza salarial fue adecuada para reducir la desigualdad de ingresos en la región, sin generar desequilibrios. Sin embargo, en el periodo siguiente de desaceleración implicó precarización del empleo y menor creación de fuentes de trabajo.
En cuanto al país, la investigación de los economistas Marcelo Claure, Alejandra Leytón, Christian Valencia y Vanessa Sánchez, titulada “Evidencia del impacto del salario mínimo en los resultados del mercado laboral: el caso de Bolivia”, de 2017, indica que el alza de este precio referencial desde 2006 habría implicado menor creación de empleo.
Una forma de ver este resultado en su verdadera dimensión es comparar el Salario Mínimo Nacional (SMN) con la línea de pobreza. Ésta se define como el ingreso necesario por persona para cubrir al menos las necesidades nutricionales básicas y es calculada anualmente por el Instituto Nacional de Estadística (INE), para el área rural como urbana (nueve ciudades capitales y El Alto).
En 2004, la línea de pobreza era Bs338 por persona al mes, mientras que el SMN era de Bs440. Por tanto, el salario mínimo legal era 30% más alto que el ingreso necesario para los requerimientos básicos. Es decir, el ingreso mínimo estaba fijado de tal forma que garantizaba la compra de una canasta básica de productos.
En el año 2017, último con el cual se cuenta el cálculo oficial de la línea de pobreza, ésta era de Bs714 por persona. A su vez, el SMN fue Bs2.000 al mes. Por tanto, la relación entre el uno y el otro fue de 2.8 veces o 280%.
Aunque la intención es ponderable, subir los ingresos de los trabajadores, el método y la magnitud no son coherentes con la realidad boliviana. Mientras menos del 10% de los trabajadores formales ganan menos del salario mínimo según la última Encuesta de Hogares, más del 40% de los trabajadores informales no ganan el salario mínimo.
Tomando en cuenta que la relación entre el sector formal e informal es de 4 a 1, eso significa que casi dos millones de trabajadores en el país perciben menos que el SMN, lo cual representa alrededor de una tercera parte de la fuerza laboral del país. Por tanto, el salario mínimo es implícitamente una regulación aspiracional para un gran porcentaje de los trabajadores bolivianos.
A eso se debe sumar que el salario mínimo es simplemente la base a la cual se deben sumar las otras obligaciones laborales. Tomando en cuenta los aportes a la seguridad social de corto (salud) y largo plazo (pensiones) y otros beneficios laborales (aporte a la vivienda y a capacitación), se puede afirmar que el costo por persona es por lo menos 43% más alto que el salario referencial. En otras palabras, que en la mayoría de los casos las empresas pagarán 17 salarios por año a los trabajadores.
Un problema adicional en el caso nacional es que varios beneficios laborales se calculan sobre la base de este precio clave. Por ejemplo, el SMN es la base para los subsidios de pre-natalidad (5 SMN), post-natalidad (12 SMN) y el bono de nacido vivo (1SMN). De esa forma, tenemos que el costo para la empresa de la paternidad de uno de sus empleados o su cónyuge es de 16 SMN, que equivale a Bs37.080 o USD5.405.
Claramente este costo es prohibitivo para las empresas más pequeñas. Veamos el caso de una microempresa, tomando como parámetro el criterio de la Autoridad de Supervisión del Sistema Financiero (ASFI), que tiene a lo más cuatro empleados. Suponiendo de forma sencilla que los cuatro empleados perciben el SMN con sus beneficios, esto implica un costo anual de Bs140.080. Si uno de ellos es padre, la empres tendrá un aumento de 26% en la planilla laboral, que hubiese servido para contratar a un trabajador más.
En este caso, es importante notar que el punto de discusión no es la protección del trabajador o de su familia, tanto a los padres como al recién nacido, sino sobre quién debe caer esta responsabilidad. Para poner las cosas en su contexto, el Decreto Supremo (DS) 4365 de 1956, que reglamentó la Ley de Asignaciones Laborales, señalaba claramente que el sistema de seguridad social se haría cargo de estos subsidios, con excepción de los centros muy lejanos.
En virtud de la grave crisis económica de mediados de los ochenta, el gobierno responsable de la estabilización promulgó el DS 21637 en 1987, dejando a cargo de los subsidios a los empleadores, lo cual podía haber tenido sentido en un contexto de ajuste, pero no adecuado en la época posterior. De esa forma, se introdujo un impuesto con efectos negativos en la contratación de mano de obra.
Otro bono que tiene relación con el SMN es el de antigüedad puesto que se fija como un porcentaje que aumente en función a la antigüedad sobre el SMN. Va desde el 5% para los empleados que tienen más de dos años de antigüedad hasta el 50% para aquellos que están más de 25 años.
El problema en este caso es que la fidelización de los empleados con la empresa no varía en proporción fija con los años de antigüedad. En realidad, la práctica que debe primar es que el salario debe estar fijado acorde a la productividad de cada empleado como un mecanismo de incentivo para beneficio de la empresa y del trabajador.
Tomando en cuenta que en promedio la antigüedad laboral es de cuatro años y que el salario promedio (en términos estadísticos mediano) es de Bs5.000, el bono de antigüedad representa un peso de 8% más sobre el salario de un trabajador representativo. De esa forma, el salario total puede tranquilamente ser un 50% más en el caso de un trabajador en el país.
Por esta razón, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en el libro “Empleos para crecer” señala que nuestro país es el cuarto más caro de la región en términos de costos laborales, sólo antecedido por Honduras, Nicaragua y Paraguay. Dicho cálculo es aún más inquietante, puesto que corresponde a lo reportado para 2013, sabiendo que desde 2012 el incremento promedio del SMN en Bolivia fue de 16% promedio anual, lo cual situaría a nuestro país entre los más costosos en este ámbito, tomando como base de comparación el ingreso por trabajador.
Un detalle adicional que se debe considerar es que la legislación laboral en su conjunto, no sólo la del SMN, habría implicado resultados adversos en el mercado del trabajo. Un trabajo por publicarse en junio de este año indica que producto de las políticas laborales se habría experimentado un aumento del desempleo y una caída de la remuneración formal, según el documento “Resultados en el mercado de trabajo y políticas laborales en Bolivia: un enfoque de búsqueda y emparejamiento” de Ricardo Nogales, Pamela Córdova y Manuel Urquidi. Por tanto, la política laboral debe analizarse en su conjunto para beneficio de la fuerza laboral y empresarial.
La casi nula plausibilidad de mejorar el ambiente laboral boliviano
En el artículo hemos considerado cómo ha variado la protección en el mercado laboral en estos tres siglos, constatando que las organizaciones laborales y empresariales deben reinventarse y adecuarse a una época muy distinta a la de décadas de confrontación para entrar en la economía colaborativa e innovadora.
La legislación laboral boliviana es obsoleta y anacrónica puesto que en esencia proviene de antes de la 2ª Guerra Mundial. Por otra parte, la visión de reivindicación y explotación que prima en la mayor parte de los organismos sindicales, que habría sido adecuada cien años atrás, ha promovido mejoras de corto plazo y para un segmento muy acotado de la masa trabajadora.
De hecho, discusiones superadas en el plano mundial se han reabierto en el país. Una de ellas es sobre el “monopolio del heroísmo”. La lógica que ve la fuerza de trabajo como la raíz de los cambios económicos, representada en algún momento por una visión socialista y/o marxista, no ha resistido la fuerza de los tiempos. De igual forma, la que ve al empresario como al único y principal protagonista del desarrollo, al amparo de algunas visiones de mediados del siglo XX como la escuela austriaca, tampoco ha prosperado, en términos de un consenso generalizado en la profesión económica.
Esa lógica parte de una presunción equivocada: la imposibilidad de cooperación entre trabajador y empresario y una eventual “lucha de clases”. La realidad brinda la evidencia contraria: el capital es necesario para que los trabajadores lleven a cabo actividades; y los empleados son imprescindibles para operar la empresa, aún en la 4ª revolución industrial.
Y ambos responden en común a un destinatario: los consumidores, quienes son los que deciden de forma soberana los bienes y servicios que consumirán. A su vez éstos requieren ingresos, los cuales sólo los podrán conseguir si destinan tiempo (trabajo) o inversión (capital) a las empresas. A este circuito se le conoce como mercado, que, con sus bemoles, coordina intereses de miles de millones de agentes económicos.
En el siglo XIX hubo una discusión si el valor de los bienes estaba determinado por el trabajo invertido o por la utilidad o satisfacción que brindaban a los consumidores. En la primera estaba la esencia de la visión marxista y en la segunda de la austriaca. En 1890, el gran economista Alfred Marshall resumió la solución a esta disputa con una analogía: no podemos decir si un objeto fue cortado por la cuchilla de arriba o de abajo; es la interacción de ambas la que corta. De igual forma, no es sólo el trabajo o el capital los que generan la actividad y los recursos, sino su adecuada y armoniosa interacción.
Por tanto, la discusión se debe centrar en la realidad del presente siglo, una que requiere la colaboración entre empleados, trabajadores y empresarios, a los que se suma una masa intelectual propia de las sociedades del conocimiento. Esto requiere un gran acuerdo o pacto implícito entre estos actores para la mejora de las condiciones de vida de ciudadanos y el conjunto de la sociedad.
Con la lógica desfasada y extemporánea que desafortunadamente prima en el imaginario nacional, no será posible conseguir la Bolivia del siglo XXI, aunque dispongamos de los medios digitales que nos den la impresión de que estamos en ella. Lamentablemente, los intereses del momento (las prisas) a lo largo de estas décadas han impedido que el trabajador boliviano se dignifique con un trabajo decente y adecuado, incluso en el campo salarial.
De allí, la casi imposibilidad de una transformación real para más de cinco millones de habitantes, mientras no se consigan estos consensos mínimos. Esperemos que las presiones del siglo XXI obliguen a cambiar y transformar por el bien del país.
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