El Dr. Guillermo Ceballos Serra, profesor de ESEADE, nos habla de la importancia de formar equipos de la alta dirección que sean capaces de armonizar procesos internos y externalizados, liderar personas sobre las que no se ejerce autoridad funcional ni jerárquica y construir confianza frente a los escenarios de incertidumbre, y desarrollar mediciones eficientes de las contribuciones de los recursos humanos, entre otros aspectos.

En los últimos 30 años hemos asistido como nunca, a continuos procesos de transformación de las organizaciones, procesos de fusiones y adquisiciones, reestructuraciones, ejercicios de múltiples reingenierías, en pos de mejorar la performance corporativa en la manera de gerenciar sus negocios.

Las compañías, en general, han virado de las integraciones verticales a las asociaciones horizontales, acortando los niveles de toma de decisión, achicando las estructuras y el número de colaboradores.

Es evidente que estas cosas no ocurren porque sí. La globalización, la economía digital, el conocimiento compartido, economías de escala, obsolescencia precoz de los productos, tecnología, mayores exigencias y microsegmentación de los clientes y otro ciento de buenas razones han redefinido no ya los organigramas corporativos sino los mapas completos de los procesos de las organizaciones.

Los cambios son constantes en busca de la estructura justa para un momento determinado, acompañados de nuevas técnicas de management que desarrolla alguna consultora o gurú en boga y que los ejecutivos ponemos en práctica, a veces sin haberlas profundizado debidamente.

Sin duda, las estructuras organizativas favorecen o perjudican el desempeño de las personas y la consecución de las estrategias, procesos y objetivos. Pero la estructura más adecuada, aquella que refleje más acabadamente la naturaleza del negocio, de la actividad y las necesidades del cliente, será de muy poca utilidad sino está acompañado de un alto desempeño en sus equipos de gestión.

En general, las organizaciones trabajan mucho en la formación de equipos medios, pero aunque se habla y es objeto de análisis, no se pone tanto énfasis a la hora de trabajar en la construcción de los equipos de alta dirección; cuando por su importancia intrínseca son quienes cuentan con la mayor responsabilidad por el cumplimiento de los planes de negocio.

Muchos equipos de alta dirección cuentan con importantísimos antecedentes curriculares, tanto académicos como experiencia en el mercado y logros individuales; sin embargo, muchos de ellos, son simplemente un grupo de personas que trabajan juntos sin llegar a constituir un equipo. En ocasiones, estos antecedentes y prestigio bien ganado, conspiran para la construcción de los equipos.

Este fenómeno ha sido descripto por el Dr. Meredith Belbin (1), como el Síndrome de Apolo, donde equipos de personas muy capaces pueden, colectivamente, obtener un mal rendimiento.

Las causas del mal funcionamiento pueden ser variadas, egos sobredimensionados, gente que intercambia información, pero no dialoga o no negocia, toma de decisiones sin visión periférica, incapacidad para formular objetivos comunes capaces y de imaginar cómo se beneficiará la empresa y ellos mismos después de obtenerlos, predominio de relaciones verticales sobre las transversales generando vallados y fosos alrededor de sus áreas para evitar la “contaminación” de la propia tropa.

Todo un inútil desgaste y desperdicio de energía productiva generado desde las más altas esferas de la organización e infinitamente más perjudicial que el de todo el resto de las organizaciones.

Por ello que debería trabajarse arduamente en la formación de los equipos de alta dirección, a pesar de que sus integrantes suelen ser reacios a invertir en su formación, sea por falta real de tiempo o quizás por la falta de convicción personal ante la posibilidad de exponerse frente a sus pares o colaboradores.

Entiendo que, para desarrollar un programa de formación de altos directivos, más allá de los que brindan las escuelas de negocios, deberíamos plantearnos algunas preguntas que nos permitan diseñar contenidos propios de la función y las nuevas estructuras organizacionales; tales como: ¿Cómo armonizar procesos internos y externalizados? ¿Cómo liderar personas sobre las que no se ejerce autoridad funcional ni jerárquica? ¿Cómo construir confianza frente a los escenarios de incertidumbre? ¿Cómo desarrollar mediciones eficientes de las contribuciones de los recursos humanos?

Los equipos directivos deben tomar conciencia de la necesidad de constituirse en tales, en enfocarse en la problemática de los procesos colectivos que requieren respuestas de conjunto dentro de la complejidad creciente de los mercados y las organizaciones, pero por sobre todo, son responsables del cumplimiento de los sueños de innumerables colaboradores que los siguen invirtiendo su talento y su futuro.

 

El ‘Síndrome de Estocolmo’ corporativo

El 23 de agosto de 1973, un ladrón intento robar el Kreditbanken de Norrmalmstorg, en el centro de Estocolmo. La situación se desmadró, hubo un policía herido y otro fue hecho prisionero, que juntamente con otras cuatro personas, tres hombres y una mujer, fueron tomados como rehenes por un lapso de 6 días, mientras el delincuente negociaba una serie de exigencias con las autoridades.

Los rehenes empatizaron con el secuestrador y mostraron en todo momento un fuerte rechazo a la alternativa de un rescate por la fuerza. Sentían más temor de la policía que del propio delincuente. Durante el sexto día la policía intervino lanzando gases y finalmente rescató a los rehenes.

Nadie resultó herido. Durante el operativo y posteriormente durante el juicio, alguno de ellos se negó a declarar contra el malhechor. Éste finalmente fue condenado a diez años de prisión y una vez cumplida la condena, conservó la admiración de un importante grupo de personas. El delincuente, Jan Erik Olsson, vive actualmente en Suecia.

Este extraño fenómeno sicológico, fue analizado por el siquiatra y criminólogo, Nils Bejerot, quien finalmente acuñó el término “Síndrome de Estocolmo” para referirse a esta conducta en la que los rehenes se sienten identificados con sus captores. Según especialistas del FBI, sobre un estudio de 4700 casos, el 27% de los secuestrados generaron este trastorno donde la empatía genera una dilución entre los conceptos de amistad y antagonismo. Para que ello ocurra, según el estudio, el secuestro requiere una cierta prolongación en el tiempo, que los secuestradores estén en contacto continuo con los rehenes y que exista cierto grado de amabilidad, mínimo de respeto e inexistencia de daño con las víctimas.

 

Un par de historias

Hace un tiempo cuando trabajaba en la línea, contacté a un ejecutivo, a quien conozco muy bien personal y profesionalmente por haber trabajado para la misma compañía en el pasado, para ofrecerle una posición gerencial en el primer nivel. El cambio potencial significaba un crecimiento al pasar de reportar a un director de área al #1 de la compañía, responsabilidad plena de la función, conocer un negocio distinto y una moderada mejora económica con beneficios equivalentes. Adicionalmente, conocía perfectamente su grado de desmotivación personal y disconformidad por la falta de proyectos y estancamiento con su empleador.

Para mi sorpresa, rechazó el ofrecimiento, que ya hacía muchos años que estaba allí, que conocía la organización, que en caso de despido con los años de servicios tenía una importante cantidad de sueldos que le hacían las veces de un seguro de desempleo y que no conocía como era su potencial nuevo jefe en el día a día.

 

Otro caso

Estaba al frente de un grupo de ejecutivos facilitando una jornada sobre gestión estratégica de talento, cuando en uno de los breaks, se aproxima uno de los participantes y me comenta que su jefe en el último “One To One” que mantuvieron, le dijo que ya con cuarenta y cinco años estaba en su techo y no iba a crecer más en la organización. ¿Cómo debía actuar?

Más allá de que la pregunta no me fue formulada en el mejor momento ni lugar, mis comentarios fueron que en primer lugar debía agradecer el feedback honesto, por brutal que fuera, sin perjuicio que lo invitara a profundizar la conversación. ¿Qué habilidades o actitudes entendía que no tenía? y ¿por qué pensaba que no las podría obtener? ¿Se trataba de un problema etario donde 45 años constituyen un factor invalidante, cuando estamos hablando de cuarta edad y se ha extendido ampliamente la vida útil de las personas? Usé también un ejemplo que aplicaba. Alguna vez los profesores de su universidad (New York University, Tisch School of Arts) le dijeron a Stefani Joanne Angelina Germanotta, que pensaban que ella nunca sería famosa. “Usted nunca será la protagonista, la rubia, la estrella, tu pelo es demasiado oscuro. Te ves demasiado étnica”. Hoy, es Lady Gaga

Pregunté también ¿Qué otros interlocutores, válidos, podría encontrar en la organización para validar percepciones? ¿Qué otro director podría valorar sus condiciones? ¿Te preguntaste que otra empresa podría valorar tus habilidades y experiencia?

Independientemente de los casos mencionados, y que en este último no me parece que la honestidad brutal sea el mejor camino, creo que, con las distancias propias, podríamos por analogía hablar de que estamos frente a casos donde vemos ejemplos del síndrome de Estocolmo, versión corporativa.

En efecto, nos encontramos todos los requisitos identificados en el estudio mencionado precedentemente. Las personas han compartido jornadas laborales por muchos años y han estado en contacto continuo con jefes, colegas y colaboradores.

En general, las relaciones se han desarrollado con la amabilidad propia de personas educadas. Sin embargo, por alguna razón, desencanto; promociones, premios o reconocimientos, nulos, escasos o por debajo de las expectativas; destrato por ignorar el desempeño de la persona; se ha generado un resentimiento que vive en la mente y el “estómago” de las personas que se mantienen en situación de flotación, mascullando la pérdida de la ilusión de un mejor futuro profesional que creen, con razón o no, merecer.

Lamentablemente, en muchos casos es una situación que se prolonga por años, pero por alguna razón, que podríamos atribuir al Síndrome de Estocolmo corporativo, las personas permanecen por alguna causa que los retiene a disgusto, inhibidos de intentar un cambio laboral.

¿Cuál es la cadena invisible que los retiene? ¿Los años transcurridos, los compañeros, el derecho a una eventual indemnización que se acumula como un plazo fijo? Este último es realmente un argumento falaz. No existe un derecho a percibir suma alguna por el paso del tiempo. No es un derecho en expectativa. Nadie puede reclamar una suma de dinero si renuncia voluntariamente. Esencialmente, porque si la persona simplemente “flota” podría transcurrir su vida laboral hasta la jubilación y no percibir suma alguna si no es despedido con justa causa, acumulado desencanto. Hay más variantes, podría extinguirse un contrato laboral por quiebra del empleador y quedar créditos laborales impagos, etc., etc.

La realidad es que en estos casos es nuestro síndrome corporativo el que impide salir de la zona disconfort, genera una actitud paralizante por temor a enfrentar situaciones supuestamente incontrolables: lo nuevo, la readaptación a otra cultura, a otros equipos, a otros líderes, a auto-desafiarse, en definitiva, a dejar el rol de víctima y pasar a ser protagonista.

 

Perfil

Profesor de Dirección de Recursos Humanos en la Maestría en Dirección de Empresas (MBA) y de Relaciones Laborales en la Maestría de Derecho Empresario, ambas en ESEADE.  Profesor de Administración de Recursos Humanos en el MBA de la Universidad de Palermo. Profesor de Recursos Humanos en la Licenciatura de Administración en la Universidad Católica Argentina.

Abogado (UCA), cuenta con una Maestría en Economía y Ciencias Políticas (ESEADE). Se desempeña actualmente como Director de Estrategia de Personas en ESTRATEGA Anteriormente se desempeñó como responsable de la conducción de las áreas de recursos humanos de Assist Card, Gas Natural Fenosa, Banco Comafi, Walmart, Kimberly Clark y Unilever con responsabilidades tanto locales como regionales.

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